Sobre la mía, concretamente. Tras una bronca paterno-filial
generada por una de esas travesuras que
los hermanos mayores llevan a cabo para llamar la atención de sus sufridos
padres, Adriana se marchó cabizbaja a su habitación.
Al día siguiente, al ir a despertarla de buena mañana, su
madre y yo vimos en su pizarra un dibujo de un monigote con cara triste, difícil
de identificar por lo abstracto del retazo pero con una línea en forma de U
invertida en la zona de la boca muy evidente.
Le preguntamos por la identidad del personaje del dibujo, y
nos contestó que era ella. El nudo en el estómago que me provocó esa respuesta
y la imagen de ese dibujo es indescriptible. Adriana, triste por la regañina
(seguramente desproporcionada) de su padre, plasmó su estado de ánimo en un
dibujo, en unos breves trazos a tiza que no pueden ser más elocuentes y que
merecen, cuanto menos, una reflexión.
A menudo somos incapaces de medir la hipersensibilidad de nuestros
pequeños, les tratamos como mayores, demandamos de ellos reacciones y
comportamientos que no se corresponden a su edad, a su condición de niños
inocentes a los que cualquier palabra fuera de tono, cualquier grito, cualquier
amenaza velada, les hace un daño tremendo que espero no sea irreparable.
Pretendemos que niños de 4 años entiendan nuestra
idiosincrasia, que se pongan en nuestro lugar y permanezcan quietos y callados
en un rincón porque papá está cansado o porque papá quiere tranquilidad. Eso es
ceguera, de la peligrosa, de la dañina, de la que acaba convirtiendo a nuestros
pequeños en blancos de nuestra ira, volcando sobre ellos frustraciones que
acaban en dibujos en pizarras que se clavan como puñales.
Esta mañana, nada más levantarse, Adriana me ha dicho: “Papi,
¿me perdonas?”. Tras recibir la absolución, y sin decir nada a nadie, se ha
dirigido a su habitación, ha borrado la cara triste, y ha dibujado en su lugar
una sonrisa. Y a mi me ha matado de amor.