viernes, 26 de septiembre de 2014

Ensayo sobre la ceguera

Sobre la mía, concretamente. Tras una bronca paterno-filial generada por  una de esas travesuras que los hermanos mayores llevan a cabo para llamar la atención de sus sufridos padres, Adriana se marchó cabizbaja a su habitación.

Al día siguiente, al ir a despertarla de buena mañana, su madre y yo vimos en su pizarra un dibujo de un monigote con cara triste, difícil de identificar por lo abstracto del retazo pero con una línea en forma de U invertida en la zona de la boca muy evidente.

Le preguntamos por la identidad del personaje del dibujo, y nos contestó que era ella. El nudo en el estómago que me provocó esa respuesta y la imagen de ese dibujo es indescriptible. Adriana, triste por la regañina (seguramente desproporcionada) de su padre, plasmó su estado de ánimo en un dibujo, en unos breves trazos a tiza que no pueden ser más elocuentes y que merecen, cuanto menos, una reflexión.

A menudo somos incapaces de medir la hipersensibilidad de nuestros pequeños, les tratamos como mayores, demandamos de ellos reacciones y comportamientos que no se corresponden a su edad, a su condición de niños inocentes a los que cualquier palabra fuera de tono, cualquier grito, cualquier amenaza velada, les hace un daño tremendo que espero no sea irreparable.

Pretendemos que niños de 4 años entiendan nuestra idiosincrasia, que se pongan en nuestro lugar y permanezcan quietos y callados en un rincón porque papá está cansado o porque papá quiere tranquilidad. Eso es ceguera, de la peligrosa, de la dañina, de la que acaba convirtiendo a nuestros pequeños en blancos de nuestra ira, volcando sobre ellos frustraciones que acaban en dibujos en pizarras que se clavan como puñales.


Esta mañana, nada más levantarse, Adriana me ha dicho: “Papi, ¿me perdonas?”. Tras recibir la absolución, y sin decir nada a nadie, se ha dirigido a su habitación, ha borrado la cara triste, y ha dibujado en su lugar una sonrisa. Y a mi me ha matado de amor.


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