miércoles, 4 de marzo de 2015

No soy buen padre

Y punto. Mientras escribo estas líneas, Adriana está bramando porque quiere ver los dibus a la vez que Nacho grita por encima de ella intentado hacerse oír y suplicando quién sabe qué. Yo, mientras tanto, intento contener las ganas que me entran de presentar mi dimisión irrevocable como padre, esperando sólo a que llegue el momento de que se metan en la cama. Es como el anuncio de Coca Coca Cero pero en versión realidad, es decir, cabreado. Nada de sonrisas, miradas distraídas y suspiritos propios de La Casa de la Pradera hasta que caen en brazos de Morfeo. Eso son fruslerías comerciales para que quienes no sufrís este calvario no os desaniméis del todo. Frunzo tanto el ceño de un tiempo a esta parte que casi se me ha juntado ya con la perilla. Mis líneas de expresión, otrora fruto de risas y muecas joviales, se deben ahora a regañinas, castigos, gritos y oraciones desesperadas a deidades superiores que, dicho sea de paso, no me hacen ni puto caso.

No soy buen padre porque el mejor momento del día es cuando se acuestan. No soy buen padre porque echo de menos lo que era mi vida, que tampoco era nada del otro mundo, pero coño, era mía. No soy buen padre porque a pesar de todo no hago nada por salir de esta espiral. No soy buen padre porque me he convertido en el padre que nunca quise ser. Y por extensión, en el insoportable marido que ninguna mujer en su sano juicio aguantaría; si es que es una bendita. No soy buen padre porque, a pesar de todo, mis hijos me quieren sin condiciones. Y no lo merezco.

Adoro a mis hijos, vaya por delante. Y a mi santa mujer. Y sin embargo, no soy capaz de disfrutar de esta etapa que se presupone preciosa. No sé disfrutar del hecho tener que pelearme con dos criaturas a la vez, cada uno con sus fortalezas, que se complementan a la perfección para no darme un segundo de respiro. No sé cómo disfrutar de un niño al que tengo que perseguir 12 horas al día (el resto duerme, gracias a dios) por toda la casa para evitar desastres de todo tipo en el mobiliario y en su propia integridad física. O que grita como Camarón pillándose los testículos con la tapa del piano sin ton ni son, porque sí, porque mola desquiciar a papá. O que repite una y otra vez todo aquello que le dices que no haga mientras sonríe viendo cómo te desquicias y te reta con burlona sonrisa.  

No sé cómo disfrutar de una niña que casca como una cotorra de cualquier cosa, sin importar de qué se trate, a un volumen propio de una rave. Que se cae constantemente y se levanta veloz al grito de “no me he hecho daño”. Que tarda una media de 45 minutos en merendar cualquier cosa que le pongas, y cerca de hora y media si se trata de la cena. O que tiene la virtud de vomitar sin motivo aparente justo cuando acabas de fregar el suelo. O que se llena diariamente los bolsillos de arena para que caiga toda ella sobre el parqué del salón. O que se distrae viendo crecer la hierba con tal de no recoger su habitación.

No, no soy buen padre, al menos no lo que se entiende tradicionalmente por buen padre, ese ser resignado que parece realizarse con cada cambio de pañal impregnado en caca de bebé, ese hombre capaz de poner la mejor de sus sonrisas cuando su niño le rompe el móvil, esa personal condescendiente que disfruta de sus lumbalgias. No soy ese tipo de buen padre. Pero me estoy dejando barba, a ver si así….