Y punto. Mientras escribo estas líneas, Adriana está bramando
porque quiere ver los dibus a la vez que Nacho grita por encima de ella
intentado hacerse oír y suplicando quién sabe qué. Yo, mientras tanto, intento
contener las ganas que me entran de presentar mi dimisión irrevocable como
padre, esperando sólo a que llegue el momento de que se metan en la cama. Es
como el anuncio de Coca Coca Cero pero en versión realidad, es decir, cabreado.
Nada de sonrisas, miradas distraídas y suspiritos propios de La Casa de la
Pradera hasta que caen en brazos de Morfeo. Eso son fruslerías comerciales para
que quienes no sufrís este calvario no os desaniméis del todo. Frunzo tanto el
ceño de un tiempo a esta parte que casi se me ha juntado ya con la perilla. Mis
líneas de expresión, otrora fruto de risas y muecas joviales, se deben ahora a
regañinas, castigos, gritos y oraciones desesperadas a deidades superiores que,
dicho sea de paso, no me hacen ni puto caso.
No soy buen padre porque el mejor momento del día es cuando
se acuestan. No soy buen padre porque echo de menos lo que era mi vida, que
tampoco era nada del otro mundo, pero coño, era mía. No soy buen padre porque a
pesar de todo no hago nada por salir de esta espiral. No soy buen padre porque
me he convertido en el padre que nunca quise ser. Y por extensión, en el
insoportable marido que ninguna mujer en su sano juicio aguantaría; si es que
es una bendita. No soy buen padre porque, a pesar de todo, mis hijos me quieren
sin condiciones. Y no lo merezco.
Adoro a mis hijos, vaya por delante. Y a mi santa mujer. Y
sin embargo, no soy capaz de disfrutar de esta etapa que se presupone preciosa.
No sé disfrutar del hecho tener que pelearme con dos criaturas a la vez, cada
uno con sus fortalezas, que se complementan a la perfección para no darme un
segundo de respiro. No sé cómo disfrutar de un niño al que tengo que perseguir
12 horas al día (el resto duerme, gracias a dios) por toda la casa para evitar
desastres de todo tipo en el mobiliario y en su propia integridad física. O que
grita como Camarón pillándose los testículos con la tapa del piano sin ton ni
son, porque sí, porque mola desquiciar a papá. O que repite una y otra vez todo
aquello que le dices que no haga mientras sonríe viendo cómo te desquicias y te
reta con burlona sonrisa.
No sé cómo disfrutar de una niña que casca como una cotorra
de cualquier cosa, sin importar de qué se trate, a un volumen propio de una
rave. Que se cae constantemente y se levanta veloz al grito de “no me he hecho
daño”. Que tarda una media de 45 minutos en merendar cualquier cosa que le
pongas, y cerca de hora y media si se trata de la cena. O que tiene la virtud
de vomitar sin motivo aparente justo cuando acabas de fregar el suelo. O que se
llena diariamente los bolsillos de arena para que caiga toda ella sobre el parqué
del salón. O que se distrae viendo crecer la hierba con tal de no recoger su
habitación.
No, no soy buen padre, al menos no lo que se entiende tradicionalmente por buen padre, ese ser resignado que parece realizarse con cada cambio de pañal impregnado en caca de bebé, ese hombre capaz de poner la mejor de sus sonrisas cuando su niño le rompe el móvil, esa personal condescendiente que disfruta de sus lumbalgias. No soy ese tipo de buen padre. Pero me estoy dejando barba, a ver si así….