Uno de esos pocos amigos
irresponsables que me quedaban se acaba de pasar al lado oscuro. Era el último
reducto, la aldea gala, la Islandia de la Eurocopa, la última esperanza blanca,
el último de nosotros que no había probado aún las mieles de la paternidad.
Digo
“era” porque acaba de ser padre, desoyendo nuestros sabios consejos y dejándose
embeber por los cantos de sirena de una vida plena al lado de su retoño. El
último gran héroe es ahora uno de los nuestros, otro jedi abducido por el
Imperio que ha entregado su espada al poder supremo y que, a partir de ahora,
rara vez volverá a desenvainarla (y sí, esto es un símil sexual).
De nada sirven ahora los
lamentos, los “cuánta razón tenías”, la nostalgia de un tiempo pretérito en el
que dormir y yacer no eran cuestión de cábalas. Ha dado un paso hacia el
abismo, hacia el averno, y con el agravante de tener tras de sí una legión de
voces que le gritaban que no lo hiciera. Pero lo ha hecho, y ahora no hay
vuelta de hoja. Mi amigo ha entregado su placa y su pistola y ha recibido a
cambio el biberón y el pañal, estandartes que le acompañarán durante los próximos
años cual fiel escudero a su quijote.
Y oye, a pesar de los
pesares, se le ve contento, satisfecho, pleno, con un atisbo de certeza en sus
actos como siendo consciente, en esos escasos momentos de lucidez que le
concede la vida entre toma y toma, de haber hecho lo correcto. Enhorabuena
tronco; bienvenido Marco.