viernes, 9 de septiembre de 2016

Qué Fuerte

Para concluir nuestras vacaciones estivales de este año, decidimos poner el colofón visitando Aldea del Obispo, un pequeño pueblito de Salamanca que vio nacer al abuelo materno de Adriana y Nacho y donde los dos enanos ya han hecho de las suyas en el pasado.

La visita no ha podido ser más edificante, a pesar de la brevedad de la misma. Uno se retrotrae a su infancia en Almonacid del Marquesado, pequeño pueblito de Cuenca que vio nacer al abuelo paterno de Adriana y Nacho, y donde los veranos discurrían entre animales de granja, huertas, calles empedradas y gentes de una calidad humana sin parangón.

Ver a los ñacos disfrutar así no tiene precio. Interactuar con los conejos de Josemari sin ser conscientes de la suerte que les esperaba (a los conejos, se entiende), correr entre las tomateras de la huerta de Emilio y flipar con un gusano, entrar como Pedro por su casa en casa (valga la redundancia) de Lourdes o Rosi, caminar de la mano de Marino por las angostas calles... Vamos, que si les dejamos dos días más colonizan el pueblo.

En el escaso día y medio que estuvimos allí nos dio tiempo principalmente a dos cosas: a pasarnos por el forro la dieta express iniciada días atrás para perder barriga (con los excelsos productos de Julián y la maestría culinaria de Celsa no había otra opción) y a conocer el Real Fuerte de la Concepción, joya de la arquitectura militar patria que data del siglo XVIII y que en su día sirvió de defensa ante la amenaza portuguesa (la bélica, no la de las mujeres con bigote)

Durante el paseo por éste último, Nacho debió escuchar esto del fuerte y, confundido por la inefable influencia del western norteamericano, optó por emular al bueno de John Wayne y su característico caminar. Lo hizo a su manera, claro está, previa relajación del esfinter, lo que permitió que la acumulación de alimentos de la zona ya procesados por su aparato digestivo abandonara de forma abrupta su cuerpo. Vamos, que se cagó encima. Allí, en el Real Fuerte de la Concepción, lugar histórico e icónico con 350 años de historia, entre muros que guardan celosamente mitos y leyendas, en medio de un jardín paradisíaco teñido con la tenue luz del atardecer cayendo sobre sus defensas otrora inexpugnables. Allí, mientras el resto de la expedición disfrutaba del merecido descanso, soltó lastre y dejó su impronta. Fue su particular manera de dar por concluida la excursión. Abandonó el recinto dignamente camino del baño con las piernas separadas como dejando espacio al caballo y volvió en calzoncillos con el pantalón declarado siniestro total. Superad eso.

A pesar del incidente, el resto de la estancia transcurrió sin sobresaltos, rodeados de las buenas gentes de Aldea y con la sensación de que, a pesar de las ‘comodidades’ de las que disfrutamos en las grandes ciudades, la calidad de vida la tienen lugares como éste. Volveremos, seguro, con Nacho controlando los esfínteres y la dieta express superada. 



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