Para concluir nuestras
vacaciones estivales de este año, decidimos poner el colofón visitando Aldea
del Obispo, un pequeño pueblito de Salamanca que vio nacer al abuelo materno de
Adriana y Nacho y donde los dos enanos ya han hecho de las suyas en el pasado.
La visita no ha podido
ser más edificante, a pesar de la brevedad de la misma. Uno se retrotrae a su
infancia en Almonacid del Marquesado, pequeño pueblito de Cuenca que vio nacer
al abuelo paterno de Adriana y Nacho, y donde los veranos discurrían entre
animales de granja, huertas, calles empedradas y gentes de una calidad humana
sin parangón.
Ver a los ñacos disfrutar
así no tiene precio. Interactuar con los conejos de Josemari sin ser
conscientes de la suerte que les esperaba (a los conejos, se entiende), correr entre las tomateras de la
huerta de Emilio y flipar con un gusano, entrar como Pedro por su casa en casa
(valga la redundancia) de Lourdes o Rosi, caminar de la mano de Marino por las
angostas calles... Vamos, que si les dejamos dos días más colonizan el pueblo.
En el escaso día y medio
que estuvimos allí nos dio tiempo principalmente a dos cosas: a pasarnos por el
forro la dieta express iniciada días atrás para perder barriga (con los excelsos
productos de Julián y la maestría culinaria de Celsa no había otra opción) y a
conocer el Real Fuerte de la Concepción, joya de la arquitectura militar patria
que data del siglo XVIII y que en su día sirvió de defensa ante la amenaza
portuguesa (la bélica, no la de las mujeres con bigote)
Durante el paseo por éste último, Nacho
debió escuchar esto del fuerte y, confundido por la inefable influencia del
western norteamericano, optó por emular al bueno de John Wayne y su característico
caminar. Lo hizo a su manera, claro está, previa relajación del esfinter, lo que
permitió que la acumulación de alimentos de la zona ya procesados por su aparato digestivo
abandonara de forma abrupta su cuerpo. Vamos, que se cagó encima. Allí, en el
Real Fuerte de la Concepción, lugar histórico e icónico con 350 años de
historia, entre muros que guardan celosamente mitos y leyendas, en medio de un
jardín paradisíaco teñido con la tenue luz del atardecer cayendo sobre sus
defensas otrora inexpugnables. Allí, mientras el resto de la expedición
disfrutaba del merecido descanso, soltó lastre y dejó su impronta. Fue su
particular manera de dar por concluida la excursión. Abandonó el recinto dignamente
camino del baño con las piernas separadas como dejando espacio al caballo y
volvió en calzoncillos con el pantalón declarado siniestro total. Superad eso.
A pesar del incidente, el
resto de la estancia transcurrió sin sobresaltos, rodeados de las buenas gentes
de Aldea y con la sensación de que, a pesar de las ‘comodidades’ de las que
disfrutamos en las grandes ciudades, la calidad de vida la tienen lugares como
éste. Volveremos, seguro, con Nacho controlando los esfínteres y la dieta
express superada.
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